La epidemia de la soledad


Y hete aquí, que la época digital y digitalizada, la época en la que imperaban los facebooks, twitter, instagram, whatsapp y qué se yo cuántas aplicaciones más, destinadas todas ellas a facilitar el contacto social, acababa de averiguar que la soledad constituia una epidemia.

La sociedad del futuro acababa de confirmar lo que desde hace tiempo sospechaba.

Una gran parte de la población así como la totalidad de los medios de información andaban sobrecogidos por la nueva noticia: a algunos les embargaba el temor al contagio y estudiaban febrilmente los síntomas para descartar aliviados el padecerlos para acto seguido, o bien pasar a olvidar el asunto, o bien despreciar a los enfermos por débiles, o bien compadecerse hipócritamente por su cruel destino. Otros lamentaban que se hubiera permitido incubar tanto tiempo el mal y no faltaba quien se dedicaba a buscar y hasta a señalar a los culpables sueltos.

La bruja ciega, no se sabe muy bien si encarcelada, parapetada o, simplemente enclaustrada en su vieja y polvorienta cueva, aprehende tranquilamente una de las tres tazas que dormitan en el armario y la llena de café recién hecho. Es una taza de fina porcelana decorada con románticas rosas que combinan a la perfección con las del pequeño plato que la sostiene y cuyos bordes ondulados ribeteados de un gris perla se le antojan olas de plata cada vez que las contempla. La bruja ciega sorbe tranquilamente un trago de su café al par que se acerca a la única ventana de la estancia para contemplar pensativa el panorama que se extiende más allá de su ventana. “No entiendo de qué se asombran”- se oye musitar a sí misma - y vuelve a sorber otro trago y otro más, hasta apurar todo el café. Abandona la taza de porcelana en el alféizar sin lograr evitar que en su gesto quede impregnada una cierta languidez acentuada por la presencia a su lado de una maceta. Si bien es innegable que la maceta realza el brillo de la porcelana y los tonos románticos con que han sido pintadas las rosas de la taza, no cabe duda que ésta, por su parte, otorga tal fuerza y un esplendor a la maceta que llega a configurar como “planta” lo que de otra forma no pasaría de ser un simple “tiesto”. Taza y maceta forman así un bello y elegante dúo.  La una disfruta de su nuevo enclave mientras la otra deja caer sus ramas verdes sobre la pared que un día presumió de un blanco limpísimo pero a la que los años han ido amarilleando hasta llegar a cubrirla de una tonalidad amarronada de imposible definición. Lo que unos consideran suciedad, simboliza para otros el signo inequívoco de la madurez acumulada a lo largo de la existencia; lo que unos califican de inexcusable dejadez, es considerado por otros como la pátina del esfuerzo del ser por permanecer invariable frente al imparable transcurrir del tiempo, como si la pared se negara a cambiar, como si se hubiera obstinado en luchar–costara lo que costara- y el resultado de la batalla  – no se sabe si perdida pero desde luego tampoco ganada, más bien a “tablas”- hubiera sido ni más ni menos que ese teñirse de un color marrón indefinido, parecido – tal vez- al sepia de las fotos antiguas, ésas que suelen olvidarse en alguna caja de metal o cartón hasta que de tiempo en tiempo un curioso, generalmente un niño, las descubre y las saca a la luz en un silencio que evidencia el estado de ánimo que le embriaga en ese instante, un estado de ánimo que se debate entre la consternación, el interés y el oculto deseo de averiguar algún turbio pasado que la familia esconde más que guarda, intenta olvidar más que abandona, en esa caja de metal o cartón arrebatada por casualidad a las tinieblas.

La bruja ciega no sabe de qué se asombra la mayoría, esa mayoría mayoritaria y autoritaria que parece saberlo todo con tanta seguridad que no tiene que enfrentarse a la terrible batalla que la lucha contra la duda, contra las diferentes perspectivas, exige. Tal vez esa mayoría mayoritaria y autoritaria, tan convincente en sus apreciaciones, se extrañe de que la soledad todavía exista, o tal vez lo que llame su atención sea el hecho de que se haya descubierto una nueva epidemia, que según algunos afirman, es peor y más peligrosa que la epidemia de la obesidad y la epidemia de fumar veinte cigarrillos al día. O quién sabe, quizás al fin lo que les asombre sea el hecho – ni más ni menos - de encontrarse ante una epidemia de epidemias: la de la obesidad, la del fumar, la del beber, la de las fake news, la de los acosadores –hombres, violadores, -hombres,  la de las relaciones tóxicas, la de los terroristas, la de los bajos salarios, altos precios, la de burbujas varias, la de los malos hijos, la de los agotados padres, la de la incultura que finge saber...

Demasiadas epidemias, no cabe duda. Demasiadas epidemias en el reino de los sentimientos. Algo así no es más que el presagio de tiempos aciegos y crueles. Deberían saberlo. Pero o no lo saben, o lo han olvidado.

Cualquier bruja, cualquier maga, lo sabe; incluso las hadas conocen sus devastadores efectos. El sentimentalismo es uno de los venenos más mortíferos que existen. Considerado como remedio homeopático no está mal; usado con mesura y cuidado incluso se pueden obtener grandes beneficios curativos pero servido en grandes cantidades es mortal de necesidad; por otra parte como su naturaleza es más de virus que de bacteria, el sentimentalismo no sólo se contagia sino que muta. Esto significa que una vacuna es poco efectiva y no existe sustancia fiable que pueda combatirlo: ni la lógica, ni la razón.

Los hombres víctimas de semejante veneno lloran por todo y nada, se pelean hasta el desuello por naderías, confunden la forma con el fondo, la verdad con las apariencia, el disimulo con la sensatez y el conseguir salir airoso de una difícil situación con el engaño y la astucia se identifican con la sabiduría y la prudencia. Cuando los sentimentalistas se unen a coro, su nombre es Legión; masas destructoras que arramblan con cuanto encuentran a su paso. Tan pronto se creen dioses como mártires, sin que tengan motivos racionales para creerse ni lo uno ni lo otro...

Portando la bandera del sentimentalismo es como se anuncian las inquisiciones y los linchamientos de este mundo, blandiendo la espada del sentimentalismo como se mata a los hombres racionales y razonables, como se quema a las inocentes brujas y magos mientras se libera a las culpables y peligrosas magas y brujos, que son los que a escondidas y sin que nadie se haya percatado de su taimada acción, han ido envenenado el café, que se sirve y se toma en las tabernas del pueblo y en los salones de la gran sociedad, acompañado del periódico.

No hay antídoto que pueda contrarrestar sus efectos.

Deberían saberlo.

Deberían recordarlo.

No es la primera vez.

La bruja ciega se sienta a la mesa y con aspecto cansado, entre furioso y resignado, se dispone a escribir una carta a la única que podría entenderla: a la Energía Nómada.

Querida Energía Errante:

Hete aquí que nuestro mundo parece haber vuelto a caer en las aguas movedizas del sentimentalismo y nadie parece presto a sacarlo de tan peligroso lugar. Quizás porque a río revuelto, ganancia de pillos y bribones. Pescadores no hay. A los pescadores los pillos y bribones les han dicho que es cruel matar a los pobres animalitos indefensos... Y así, mientras los pecadores hacen penitencia son los pillos y los bribones los que se aprovechan del río  revuelto, no por ambición, qué mal pensados, sino porque no sería conforme al sentido común dejarlos malempleados.

El nuevo brote de sentimentalismo se llama soledad...

Y claro, apenas descubierto, apenas discernidas las posibilidades, toca lanzarse a por ellas sin ni siquiera dar tiempo para la reflexión, el juicio, la consideración.... A lo sumo, la diferencia entre soledad sentida y soledad padecida. A lo sumo eso.”

La bruja ciega vuelve a mirar tras la ventana. Afuera un paisaje verde y llano se abre a lo largo y ancho hasta donde alcanza a su vista invitándola a dar un paseo. Adentro, la estrella fulgura tímida y candorosamente.

La soledad, querida Energía Errante, es el destino de las brujas; pero como siempre sucede con el destino: a veces prisión, a veces libertad. El destino no es más que una palabra vacía que expresa un acontecimiento, ninguna valoración al respecto. El destino es el compañero de viaje con el que se puede conversar durante el viaje o permanecer en silencio, convertirlo en amigo, en enemigo o, simplemente, en un indiferente pasajero más de los muchos que uno deambula por el mundo. El destino nunca es nunca un camino ascendente o descendente; como ya dijo Heráclito en su tiempo: el camino que lleva arriba es el mismo que el que lleva abajo.”

Pero lo terrible, lo terrible, suspira la bruja ciega, es que se cometa con la soledad el mismo error, quiero pensar que es un error, que se ha cometido con las violaciones, lo mismo que con el acoso: que terminen siendo colectivizadas y que con ello se las uniformice y se las despoje de todo lo que de individual, personal e intransferible poseen.

A los solitarios, a las mujeres violadas, maltratadas, acosadas, a todos ellos se les está metiendo últimamente en un saco en el que resulta imposible, inútil, baladí, hacer diferenciaciones. Igual que sucede en los últimos tiempos con los pepinos y las zanahorias:  la misma longitud las unas, siempre rectas, sin ninguna curvatura, las otras. Lo distinto, lo que tiene un tamaño o unas proporciones diferentes, no existe por la sencilla razón de que no está a la vista. Ha desaparecido. El problema es que las generalizaciones de las que estamos hablando no se refieren a pepinos y a zanahorias sino que afectan a las cuestiones más individuales, más personales, de la existencia humana.

Una mujer violada, por ejemplo. La violación está tipificada en el Código Penal como delito. La violación igual que el acoso. ¿Cómo explicar, entender siquiera, que una mujer individual individualmente violada será mejor atendida por el juez y la Justicia a la que ese juez representa si va acompañada de un colectivo de mujeres violadas que si va sola? ¿Cómo entender que un delito que está pensado para individuos individuales, obtener justicia más fácilmente si se exige en unión de más víctima, que ese es en realidad el único modo de conseguirla?  ¿Alguien puede entender que un hombre al que le ha sido robado su coche únicamente será tenido en cuenta en su reclamación si esta se presenta con un movimiento popular de hombres a los que también se les ha robado el coche? ¿Puede alguien imaginar que a una mujer que no se le hizo caso en su demanda de hace veinte años, cuando acababa de ser violada, pueda ser oída ahora, que finalmente llega unida a la de cientos de miles de mujeres? 

Puede ser que el número haga la fuerza, ¿pero también ha de conseguir el número la Justicia individual? 

¿Alguien entiende la locura que esto entraña? 

Una denuncia sólo puede ser admitida a trámite si llega acompañada, no de cientos de pruebas o al menos de cientos de testigos, sino de cientos de apoyos!! Sin estos apoyos colectivos, el inocente es condenado a culpable, sin más. Los indicios de inocencia son meros indicios; los de culpabilidad tratados como auténticas y verdaderas pruebas desde el primer momento. 
¿Qué sucede si la mujer violada es una mujer fea, no apetecible, aislada, sin amigos, sin parientes, sin ningún tipo de simpatía social? 
¿Qué pasa si esa mujer violada no es capaz de despertar ternura, compasión o simpatía ya sea en el juez o en las otras mujeres? 
¿Qué pasa si esa mujer violada es el centro de envidias ocultas y encubiertas de las personas que las rodean y que dicen llamarse sus amigos? 

En definitiva ¿qué sucede si esa mujer está sola?

Y de repente, la respuesta que los periódicos imprimen: La temida, por temible, sentencia ya ha sido pronunciada. La soledad es peor que el fumar y la obesidad; cuesta a los servicios sanitarios ingentes sumas de dinero además de conducir a la demencia...”



Loco.

Loca.

Y cuando una persona es declarada loca su testimonio resulta indiferente, irrelevante, ya que puede imaginarse cualquier cosa, incluso, por poner un ejemplo, que ha sido violada. 
Las mujeres violadas cuyas demandas no fueron tomadas en serio cuando refirieron que habían sido violadas, no fueron tomadas en serio porque iban solas. Y hoy se dice tal cual, que la soledad genera demencia. La soledad genera demencia y la demencia, pueden imaginarse, genera soledad. Esas mujeres que estaban solas cuando declararon que habían sido violadas y justamente porque estaban solas no fueron consideradas como testimonios a tener en cuenta, fueron dejadas solas por dementes?O es que como estaban solas en sus afirmaciones ayer se han vuelto locas hoy a fuerza de estar solas todo este tiempo?

No hay quien lo entienda. 

Sea como fuere la conclusión no puede ser más clara:

Hoy como ayer, la soledad no sirve de gran cosa; en realidad no sirve de nada. A decir verdad, lo único que puede determinar es que acabes tu vida denostado, marginado, con el sanbenito en tu cabeza de “solo”: sinónimo de demente.

Dios ha muerto, dijo Nietzsche.

Hoy a quien toca declarar muerto es al Individuo.


No lo está haciendo Moriarty del todo mal con esa su obsesión de la colectivización de la sociedad, de los pecados, de los delitos, a qué negarlo. Moriarty es un genio se ponga donde se ponga. Ya no se trata de que el que no está conmigo, está contra mí sino del que no está conmigo está solo y la soledad es una terrible enfermedad que puede acabar en demencia.

 La historia de la colectividad ha ido cobrando forma poco a poco, y se ha ido introduciendo de puntillas. Una de las cuestiones más interesantes para Scherlock Holmes fue aquella del piloto de avión que mató a centenares de pasajeros a causa de la depresión. A partir de ahí, la depresión dejó de ser la manifestación del individuo que no encuentra un sentido a su vida para convertirse en un peligro para la sociedad; a ello siguió, si no recuerdo mal, a la explicación que se dio a aquellos actos terroristas a los que nadie quería tildar de atentados terroristas, quizás porque hacerlo era políticamente demasiado complicado y socialmente demasiado incorrecto, porque ello hubiera significado marginar aún más a los pertenecientes a una determinada nacionalidad, a una determinada religión, un determinado aspecto... y  así se prefirió calificarlos de “locos” a los que en realidad no eran más que terroristas dentro o fuera de la organización terrorista, ahí no me meto. Lo confieso: no eran los terroristas los que me preocupaban sino los pobres locos. “Qué poco se conoce de su psique”, pensé, “con que facilidad se les imputan acciones que no han cometido ni seguramente cometerán, qué forma tan fácil de colectizar a los locos, todos ellos tan individuales...”

Escribí en aquél tiempo un artículo en el que en tono divertido pedía por favor que explicaran qué tipo de locura era aquella que tan misteriosamente parecía afectar a los varones de diecisiete a treinta años sin que se pudieran precisar muy bien las causas. Tal vez los videojuegos, pero hay tantos que juegan a lo mismo... Y así se llegó a la conclusión más sólida: la soledad era la causa.

La soledad... ¿significa entonces que todos los solitarios, todos los que han sufrido frustraciones, vejaciones, pueden convertirse en asesinos?

Sí. Claro, responden los periódicos encargados de lanzar el mensaje deseado: la soledad es una epidemia.

En ese caso habrá que agrandar la sala de baile, porque son muchos, muchísimos, los que pueden entrar a bailar.

Agranden el salón. La lista de invitados no deja de aumentar porque las epidemias no dejan de sucederse.

¿No crees Energía Errante que ha llegado la hora de ser razonables? - pregunta la bruja ciega.

Seamos razonables por un momento. Aunque ese momento sea el último. Precisamente por eso, porque puede ser el último, seamos razonables.

Desde que el hombre nace, dos fantasmas siguen fielmente sus pasos: el de la soledad y el de la muerte. Y sin embargo, y aun apareciéndosele como sombra, estos fantasmas son más reales que los de carne y hueso a los que él denomina amigos, parientes y conocidos. La soledad y la muerte conformaban ambos la matrix que no quiere manifestarse pero a la que es harto peligroso ignorar por la sencilla razón de que su existencia es real. Los otros, los amigos y los parientes, son únicamente hologramas en los que deseamos profundamente creer a pesar de las decepciones y los desengaños que constantemente nos deparan.

¿Una prueba? El Conde Lucanor me la cedió amablemente hace muchos años en uno de sus cuentos: “Un medio buen amigo.”

Lo que es una epidemia no es la soledad, sino la presión que se está haciendo sin que muchos lo noten para alentar a la colectivización. La amistad, como la soledad, no es cosa que haya de competir al Estado sino a todos y cada uno de los individuos que conforman una sociedad. Son ellos los que deben de buscar las soluciones adecuadas. Ellos por libres deben hacerlo y el Estado, garante de libertad, debe dejarles libres para hacerlo.

Se enumeran las edades y las causas de la soledad:

Respecto a las edades afectadas por la epidemia de soledad, la primera – se dice- es la recién estrenada juventud que sigue a la adolescencia; la seguda, la mediana edad y la tercera, la senectud. 

Se salva en cambio, afirman estos cerebros versados en soledad, la infancia, que en mi caso fue una de las etapas más solitarias de mi vida a pesar de estar siempre rodeada de gentes. Curiosamente, cada vez que lo comento descubro que ciertamente la infancia constituye para otros muchos la época más íntima, más introvertida, más solitaria de toda su existencia. El niño mira el mundo, lo observa con sus grandes ojos, a veces lo disfruta y a veces lo padece, pero ya sea en un caso o en otro, siempre solo. Sin otro observador que no sea él mismo.

Pero como ya digo, la epidemia, aseguran estos sesudos expertos en la ciencia de la soledad, no afecta a la infancia.

Respecto a los jóvenes... ¿quién no admitirá que están solos y bien solos?

Solos, sí, pero no inactivos. Solos pero construyendo su propio futuro. Solos porque nadie más que ellos puede construirlos. Los jóvenes o se reúnen como competidores o se reúnen para consumir juntos. Pero cada uno de ellos permanece solo con sus penas, sus sueños, sus expectativas, ambiciones e intereses.

En cuanto a la vejez... lo que para unos es tortura es para otros alivio. La complejidad de la vejez nace de su propia naturaleza: la decrepitud y la decadencia difícilmente pueden asemejarse a la lozanía y al auge de los años mozos. El viejo está tan solo como lo está el niño, aunque ambos estén rodeados de gente: porque huelen, observan el mundo, lo saborean, lo palpan, de forma distinta a cualquiera de los otros, demás viejos incluidos. El niño y el viejo se entienden, suele decirse. Se entienden, sí, pero no se comunican; pueden compartir un helado pero cada uno de ellos permanecerá encerrado en su solipsismo y lo mejor que puede suceder es que lo degusten en silencio el uno al lado del otro, el niño abriéndose a la vida y el viejo despidiéndose de ella.

Hay viejos habladores y parlanchines que no cuentan más que historias fantásticas y crímenes nunca sucedidos más que en su imaginación; otros, por el contrario, se muestran hoscos y retraídos. 

Algunos hablan con cualquiera y otros con ninguno. Algunos disponen de cuidados exclusivos día y noche y otros son llevados a las guardería-residencia. Los viejos de hoy que se niegan a ir a las residencias son los jóvenes de ayer que llevaron a sus padres a la suya. Los viejos de hoy que se quejan de ir rodando de casa en casa de hijo fueron ayer los jóvenes que acordaron tales medidas con sus hermanos. Los viejos de hoy que se niegan a darle la pensión al hijo que se hace cargo de ellos porque tienen derecho a disponer de su renta como mejor les plazca, que para eso han trabajado toda su vida, son los que ayer cogieron la renta de sus padres para arreglar la cocina. En vez de dar la pensión, exigen que los hijos, ahogados por hipotecas y estudios de las nuevas generaciones, les pasen una mensualidad.

Además quieren vivir más tiempo, gozar de los espectáculos de la vida, estar rodeados de los suyos: parientes, amigos, vecinos...

Y cuando tienen todo, contemplan con horror que todos les cansan; los parientes, los amigos, los vecinos, la televisión, las noticias.... Descubren que una parte de ellos ya no está en este mundo, ya no marcha como marchaba antes: paso a paso con él, que en algún recodo del camino él ha debido quedarse dormido, porque nada es ya como era. Muchos han ido desapareciendo y los que se han quedado no merecen la pena...

No. La soledad del viejo no es la soledad de la adolescencia que busca su identidad y al no encontrarla o al pensarse rechazado, al sentirse rechazado, al haber sido rechazado, corre a refugiarse, a esconderse, a la soledad de su cuarto.

La soledad del viejo tampoco es la soledad del joven que lucha por abrirse camino en lo que se asemeja a una jungla más que a una sociedad. No es la soledad del hombre maduro marcado por el éxito y envidiado por todos ni la soledad del hombre maduro humillado por la derrota y condenado a permanecer lejos de una sociedad cuya puerta de entrada es el consumo. Ni es la soledad del hombre solitario que aborrece la soledad igual que esposos que se aborrecen pero que no aciertan a separarse el uno del otro porque ese aborrecimiento se ha convertido en parte de su propio ser. Ni es la soledad del hombre sociable que no encuentra compañero de conversación porque ese hombre sociable por nómada es extranjero allá donde vaya: no tiene ni lengua ni patria. Su propia madre no lo reconoce como tal. La soledad del hombre viejo no es la soledad del hombre activo dedicado a la construcción de él mismo y de la sociedad en la que se desarrolla sino la soledad del hombre que acaba de terminar su actividad social, por así decirlo. Y sin embargo, la soledad del viejo que no encuentra su bálsamo en la acción, la encuentra en el recuerdo, en la meditación y en la preparación hacia su fin.

El joven no puede descansar cómo el viejo.

El viejo no puede trabajar al ritmo del joven.

Se ha escrito en algún periódico que las bibliotecas se cierran no es por falta de presupuesto, sino por falta de visitantes, y además, que muchas bibliotecas sólo son salas de préstamo y no de lectura, y además que la lectura representa, justo es aceptarlo, una de las ocupaciones más solitarias que existen. Así que nadie entiende por qué el hecho de cerrar bibliotecas va a potenciar la soledad.
Soledad no es lo mismo que soledad.

Lo que causa la soledad es cerrar el libro, no la biblioteca.

Lo que genera soledad no es la falta de diálogo con los otros sino hablar por hablar con los que no tienen nada que decir porque no tienen más que opiniones construidas a base de frases hechas, sonoras, rimbonbantes, formuladas no para la conversación sino para la batalla con la lengua; no para una lucha de argumentos sino para una guerra de descalificaciones personales.

Lo que convierte a la soledad en efermedad no es la soledad en sí, sino la radical ausencia de sinceridad con nosotros, la radical incomunicación con nuestra alma, la falta de seriedad con la que tratamos a nuestro espíritu que no está hecho únicamente para tragar sino también para masticar y masticar lentamente, que no pide un café “to go”, sino un café “to stay and to think”, que no requiere de un “think tank” sino “a calm digestion”.

Lo que convierte a la soledad en enfermedad es esa incapacidad para estar consigo mismo en el momento de la vida en que se está.

Y sin embargo, no es la falta de los otros lo que hace de la soledad una enfermedad, no es permanecer todo el día consigo mismo, sino justamente lo contrario: la incapacidad de lograrlo.

Lo que convierte a la soledad en enfermedad no es la soledad en sí, sino la inactividad.

Es hora de que empezemos a admitirlo: 

NO SE TRATA DE PENSAR EN POSITIVO SINO DE TRABAJAR EN POSITIVO.












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