Elucubraciones de una mujer delante del café matutino


Colectividad e individualismo en las justas causas

“El sufrimiento no se incrementa con el número: un solo cuerpo puede contener todo el sufrimiento que el mundo puede sentir.” Graham Green. “Un americano tranquilo” (1)

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A los 52 años la otrora jovencita ingenua e idealista, alma gemela de Alicia, - aquella que visitó y regresó del Pais de las Maravillas, esa que atravesó el espejo -, se sienta en su sillón favorito . Con el corazón todavía animoso al tiempo que demasiado fatigada para dar un paseo, la Alicia de 52 años decide  plasmar en una hoja de papel las reflexiones que en ese instante la ocupan. Es su derecho. También es su obligación. No es su intención editar un panfleto ni proclamar un manifiesto. Se trata de un acto personal, libre e intransferible. A sus espaldas, la Alicia de 52 años escucha el grito aquel de “¡Que le corten la cabeza!”.

Tal vez ese sea el motivo por el que la Alicia de 52 años  se acaricie el cuello antes de comenzar a escribir: para cerciorarse de que todavía lo tiene en su sitio.

Tengo 52 años. Esa edad en la que una ha de disciplinarse para mirar al futuro a fin de poder seguir caminando, en vez de aferrarse a las injusticias de las que ha sido objeto a lo largo de su vida y que entrañan el peligro de convertirnos en estatuas de sal.

Tengo 52 años. Esa edad en la que uno ya no tiene ni fuerzas ni ganas de declararse inocente de todas y cada unas de las acusaciones falsas que se le imputan y prefiere dejar correr al tiempo a ver si es verdad lo que dicen de él: que termina poniendo a cada uno en su sitio. 52 años. La edad en la que se descubre con horror que al final del camino, de nuestro camino, se abren los abismos infernales y  que es a nuestra ingenuidad y a nuestro idealismo a los que les debemos tal infortunado resultado.
Y no obstante, y pese a todo, estamos satisfechos –casi orgullosos- de haber sido ingenuos, de haber sido idealistas, por lo mucho que nos hemos divertido, por los muchos otros abismos de los que nos han apartado e incluso liberado.  Y por eso,  en nuestro empeño en seguir siéndo lo que siempre hemos sido, o tal vez en honor simplemente a lo que un día fuimos y ya no somos, queremos ver en esos abismos infernales algo de majestuoso, algo de belleza –aunque sea diabólica-, algo de humor –aunque sea el de los irreverentes dioses del Olimpo-, algo de ironía –aunque sea la del destino.

Esta actitud es la que me lleva ahora a escribir sobre el tema. No desde la ingenuidad y el idealismo de los veinte años – y no se pueden ustedes ni imaginar lo ingenua e idealista que puede llegar a ser una jovencita que ha leído mucho y vivido poco en la vida real porque lo que ha vivido lo ha vivido siempre en sueños, en espacios imaginarios, mucho más divertidos e interesantes que los reales, aletargados por la apatía del ambiente; apatía que, debo decir, se ha ido expandiendo hasta llegar a invadir los espacios ficticios de la literatura e incluso del cine, de modo y manera que uno ya no sabe dónde puede encontrar un lugar en el que poder respirar y así las Alicias y los Proust de este mundo van buscando como desesperados un lugar tranquilo en el que poder refugiarse del mundanal ruido y disfrutar de su mundo mágico, de emociones que sólo a ellos les pertenecen, por más que esto les condene a ser tildados de egoístas pero que les libra de tomar remedios contra la ansiedad, y observan con una cierta melancolía no exenta de envidia, cómo los fumadores salen al balcón a saborear con deleite el cigarrillo que se les prohibe en el salón, porque a las Alicias y Proust de este mundo también les gustaría disponer de ese balcón del que ni siquiera disponen – pero tampoco desde la aspereza y amargura del que ya ha vivido todo y no espera nada. Escribo y lo que escribo es la reflexión que surge del que, como yo se encuentra ante el abismo infernal en el que no quiere caer pero al que tampoco puede ignorar por más tiempo. Si ese abismo infernal es ficticio o no, poco importa. A los 52 años uno tampoco espera que ningún terapeuta le venga a sacar del error. Ni siquiera lo busca. Y si lo encuentra, piensa en las Crónicas Marcianas de Bradbury, a falta de conocer alguno de carne y hueso.

Reflexiones de una mujer de 52 años

Y de repente parecía como si todo, nuevamente, fuera a cambiar. De golpe. De golpe pero no súbitamente, no sin previa preparación. Igual que el maremoto que aplasta la playa sólo y sólo después de haberse originado casi por casualidad, tal vez a causa del dulce aleteo de una mariposa, y finalmente, tras unos instantes de duda se decide a portar en su discreta e inadvertida marcha a lo largo de silenciosos kilómetros del océano, lenta pero imparable, la rabia y la cólera de un Poseidón arrebatado del sueño en el que estaba sumido por aquella pequeña mariposa – no se sabe si inocente o traviesa- y que conforme se acercan a su destino, lejos de decrecer, aumentan.

Y esto pese a los satélites, a las cámaras de vigilancia, a los radares, sonares, ondas, a la digitalidad del mundo...

Sí. Es cierto. Un Maremoto es un repentino destructor, - un “destroyer” como ahora le llaman algunos - pero, paradójicamente, “repentino” no es sinónimo de “instántaneo.”

Esto es lo que parecíamos estar viviendo: una época de constantes maremotos emocionales; uno tras otro y a continuación el siguiente. Ya no podía ni precisar cuántos había sobrevivido. Había perdido la cuenta. Tampoco podía determinar a ciencia cierta a cuántos más podría hacer frente. Ni siquiera podía asegurar con certeza que fuera a salir airosa (“airosa”, ni siquiera me atrevo a escribir “victoriosa”) del próximo. Ni tan siquiera de éste, en el que ahora nos hallábamos inmersos.

Sí. Un maremoto era el calificativo más adecuado que yo había encontrado para definir al movimiento feminista de estas últimas semanas y que había terminado por convertirse más en un fenómeno de masas, un nuevo tema de conversación y discusión en las diferentes tabernas de Fuenteovejuna del que los periódicos, los medios de comunicación y vendedores varios sabían obtener buen provecho (no me atrevo a escribir “buena tajada” por aquello de la corrección política y de guardar las formas) y que ocultaba –más de lo que muchos estaban dispuestos a admitir, a considerar incluso,- más una lucha de intereses políticos que una cuestión de los derechos de los mujeres aunque no dejara de hablarse de los derechos (lesionados, vejados, asesinados) de las mujeres. A la Energía Errante, que tal revuelo se hubiera originado justo durante la época presidencial de Trump le hubiera parecido una simple casualidad si no hubiera sido por la cantidad de manifestaciones feministas que se habían convocado a protestar contra Trump en el mismo instante en que este ganó las elecciones.

Y ahí, justamente ahí, empezaban todos mis problemas. Problemas que seguramente nadie más que yo discernía pero ¡qué quieren que les diga! El hecho de que los demás no puedan ver un fantasma no significa que el fantasma no exista, al menos para aquél que lo ve. ¿Acaso es menos pánico el pánico del hombre que se enfrenta a un ejército de arañas ficticio que el pánico del que lo hace ante un ejército de arañas real? Quizás para el observador externo. Nunca para el que sufre el terror.

Y a mí, no lo negaré, los últimos movimientos feministas me habían asombrado. Teniendo en cuenta lo proclive que soy al asombro, esto no impresiona gran cosa a mis conocidos. En cambio a mí me sigue asombrando mi asombro cada vez que lo padezco. En lo que al feminismo se refiere,  el hecho de que se tratara de un fenómeno de masas, sumado al innegable hecho de haberse convertido en una nueva fuente de ingresos y sobre todo y principalmente, en una cuestión política y bien política hasta llegar a alcanzar unos tintes preocupantes, - esos que adquieren un discurso que parece afirmar: “el que no está conmigo, está contra mí”, como si se tratara de un monolito-fortaleza inexpugnable en el que no tiene cabida nadie que piense de manera distinta y en el que incluso las variaciones sobre el mismo tema son vistas con desconfianza, hasta el punto de que, en general, ninguno de los allí presentes se siente proclive a admitirlas, lo que determina que pocos estén dispuestos a hacer una reflexión sincera y juiciosa del tema, que la mayoría prefiera adherirse de manera automática, negando que esta adhesión sea de manera automática y negando también que sea para evitar meterse en líos, y únicamente los valientes, se determinen a guardar silencio en la esperanza de que cuaje aquello de “el que calla otorga” y los dejen en paz,-  me había dejado desde el primer instante paralizada y atónita, con la boca abierta. En este sentido poco importaba que los demás anduvieran de aquí para allá, sumergidos en una actividad inconstante e imparable. Frecuentemente, cuando una catástrofe parece cernirse sobre el grupo sin que se sepa a ciencia cierta de qué se trata, algunos se dedican a seguir al grupo: “¿Dónde vas Vicente? Donde va la gente”; otros gritan de miedo; otros amenazan con las llamas del infierno o rezan y otros juegan al “Sálvese quien pueda”, en esencia el mismo juego de “Tonto el último” y que no tiene nada que ver con el obsoleto “Mujeres y Niños, primero”. Obsoleto por aquello de la igualdad pero sobre todo del malthusianismo. Sólo unos pocos se quedan quietos, embobados, ajenos a toda aquella algarabía descontrolada, intentando averiguar algo aparentemente tan sencillo como saber qué (diantres) pasa. Incluso cuando al fin se enteran de que es un meteorito lo que se aproxima a velocidades inusitadas y que en los próximos minutos caerá muy posiblemente sobre sus cabezas, permanecen donde estaban, petrificados; no tanto por el miedo, como algunos equivocadamente creen, como por la extrañeza que les causa el hecho de que un meteorito vaya a caer y además encima de sus cabezas y que les lleva a divagar acerca de las razones, las causas y los motivos de aquel curioso fenómeno...

Yo, sin enorgullecerme de ello, más bien lamentándolo mucho, pertenezco a este último grupo.

Lo más posible, pese a todo, es que el meteorito no llegue a aplastarnos nunca la cabeza. Lo habitual es que en el último instante aparezca algún bestia que nos libre in extremi de tan trágico destino. Digo “bestia” porque las bestias son las únicas que, siendo amantes de la vida como son, hasta el punto de que no les importa asesinar a aquél que se les ponga por delante, son también las únicas capaces de realizar los grandes gestos de heroicidad que salvan a la humanidad de su desaparición, al menos a los de mi especie.

¿Escribo mucho? Qué importa. Hoy en día nadie lee mucho. Así que escribir mucho se ha convertido en la estrategia más eficaz para ser ignorado y de este modo poder pensar en paz, sin ser interrumpido ni asaltado por los latosos que no escriben nada propio, no piensan nada propio, pero se dedican a cuestionar todas y cada una de las palabras que los otros escriben y piensan desde el absoluto convencimiento de que por alzarse en juez condenador ya han escrito y pensado todo lo que tenían que pensar y escribir y por tanto no necesitan leer (en diagonal) y escribir (en argot troll) otra cosa que no sean condenas y recriminaciones a aquello que los demás piensan y escriben. “Tu estupidez: mi inteligencia” es su lema, ignorando con ello que demostrar la estupidez del otro no les exonera de la estupidez, porque si fueran inteligentes se dedicarían a ejercitar su inteligencia en vez de ir buscando a quien negársela.

Hay algo peor todavía: que el hombre que piensa, que realmente piensa, piensa en individual y en solitario. Tal vez encuentre a alguien con quien compartir pensamientos, pensamientos ya pensados, pero pensar en equipo es complicado, por no decir imposible. La técnica del Brainstorm, no es pensar en equipo. Son pensamientos, ocurrencias individuales y diferentes que se anotan. Pero nuevamente: la reflexión sobre lo escrito únicamente puede ser individualmente confeccionada por mucho que esta sea expuesta al grupo. El Brainstorm sólo puede utilizarse en unas condiciones de libertad absoluta, sin correcciones políticas, sin prejuicios, sin animadversiones personales que lleven a negar las buenas propuestas, sin jerarquías. En fin, en raras, muy raras, desesperadas, ocasiones.

El hombre que piensa, piensa en individual.

Lo que en estos momentos más me preocupa es que la persona mujer, el individuo mujer, se esté transformando en el colectivo mujer.

Hace muchos años, en mi entrada “Las Cartas Persas”, de Montesquieu,  yo criticaba a todas aquellas “it girls”, tan de moda en ese tiempo. Las criticaba porque eran clones, sencillamente clones, las unas de las otras. Ya entonces reconcí, sin embargo, que algunas de esas “it girls” sabían sacar provecho económico del asunto. En efecto, no fueron pocoas las avispadas mujeres que acumularon grandes sumas de dinero haciéndose pasar por “it girls”, mientras la mayoría de sus congéneres se contentaba consumiendo la ropa, el maquillaje y el ocio que las emprendedoras ponían de moda. Dicho fenómeno originó dos corrientes. Mientras unas mujeres, las de negocios, cambiaron el nombre de “it girl” por el de “influencer”, las consumidoras no dudaron en competir sin cuartel para conseguir el título de “la famosa de...”.

En aquel tiempo mis ideas no estaban tan elaboradas. Sentía terror a que la mujer quedara anclada en el parecer común, en el aparentar uniformizado y se olvidara de su cerebro: individual y – por lo menos hasta el momento- intransferible. Me alarmaba el ingente dinero que algunas de ellas estaban dispuestas a gastar para satisfacer las fantasías y modas sexuales del momento: las grandes tetas, por ejemplo. Me resultaba prácticamente imposible creer lo que esas mujeres con tanta convicción afirmaban: que la razón no eran sus productores, sus agentes artísticos, sus maridos, sus novios...; que lo hacían por ellas mismas, para sentirse bien consigo mismas, para gustarse cuando se miraban en el espejo, porque eran libres de hacer con su cuerpo lo que quisieran. Ocultando sin embargo, lo incómodos que resultan unos senos desproporcionadamente grandes y lo necesario, casi imprescindible que resultan los sujetadores para sostener, como su propio nombre indica, los músculos y evitar mayores molestias. En aquel momento fueron muy pocas mujeres las que denunciaron la sexualización en la que estaban cayendo las mujeres, en lo peligroso que resultaban las operaciones de estética. Tampoco hizo falta: a la sexualización de la mujer le siguió la sexualización del hombre. Los concursos de Misses se alternaron con los concursos de Mister.

What´s the problem?

No problem.

Everybody is happy.

Me parecía absurdo que chicas jóvenes e inteligentes dedicaran todos sus esfuerzos a triunfar en sociedad a base de consumir en masa todo lo que para ella se estaba produciendo y marketizando: productos típicamente femeninos. Y esto incluso en lo que en el terreno de la cultura. Mientras por un lado se la animaba a dejar el terreno de las humanidades, por inservible, se creaba para ella una literatura genuinamente femenina. Mientras por un lado se le repetía constantemente que su inteligencia era superior a la masculina, se le animaba por otro a utilizar esta inteligencia comprando el mejor bolso, descubriendo el mejor punto de ventas, o simplemente venciendo a la competencia. Mi miedo ancestral se despertó y me ví obligada a advertir de los peligros de tales reclamos publicitarios: seguirlos podía llevarnos nuevamente al harén o al convento. Clamé porque se presentaran a las inexpertas jóvenes modelos de mujer a seguir. Nombré a Madame Curie. ¿Y qué se obtuvo? Una película de Madame Curie. El trailer prefirió centrarse en el arrebatado segundo premio Nobel a causa de un affaire amoroso, que en el febril trabajo que llevó a cabo toda su vida.

De repente comprobaba asombrada que la mujer colectiva no había progresado tanto como afirmaba.
Se le decía a la mujer que adquirir tales productos no era faltar al feminismo sino seguir siendo femenina. Se le repetía que el verdadero feminismo no se basaba en renunciar a los productos genuinamente pensados para las mujeres o a la sexualización de la mujer. Eso, se decía una y otra vez, era confundir feminismo con puritanismo.

Se declaró que una mujer feminista moderna era aquella mujer que ganaba dinero y que se negaba a renunciar a la feminidad, que entrañaba sexo, belleza, glamour, etc.

El feminismo moderno bebía de Virginia Woolf mientras despreciaba e ignoraba los modelos presentados por las hermanas Brönte, más cercanos a la realidad de la mujer aunque también, todo hay que decirlo, menos sofisticados y por tanto más aburridos para los brillantes tiempos actuales. La mujer de Virginia Woolf era una mujer social y sociable. Nada que ver con las mujeres de las hermanas Brönte que aunque habían adquirido una aceptable educación y formación intelectual, no eran bonitas ni brillaban en sociedad. Por otra parte, la mayoría de ellas trabajaba como institutriz. Ello no les suministraba más que lo imprescindible para vivir, sin poder adquirir bellos vestidos o bellos adornos. E incluso cuando pueden disponer de ellos, como en Cumbres Borrascosas, tal vida inactiva y lujosa sólo trae desgracias si no va acompañada del verdadero amor. En definitiva: las mujeres de las hermanas Brönte veían pasar la vida por delante de sus narices sin realmente vivirla. Habían crecido en soledad y la soledad había terminado por convertirse en su inseparable compañera. La soledad y la virtud del pobre.

No nos engañemos: la posibilidad de trabajar fuera de casa que las generaciones anteriores de mujeres habían reivindicados no se refería a la posibilidad sin más de trabajar fuera de casa. Muchas mujeres desde los tiempos más inmemoriables se habían visto obligadas a trabajar en los oficios más diversos: desde cocinera hasta lavandera, pasando por mesonera, agricultora, nodriza, vendedora e institutriz. La mayoría de ellos exigía una considerable fuerza física, la necesaria por ejemplo, para amasar el pan o hacer la colada en tiempos en los que la máquina de lavar era un sueño aún lejano. 

“Llevar el peso de las tareas del hogar” no escondía ningún eufemismo. Describía perfectamente la realidad. La marcha del hogar requería de muchas manos. Ser la dueña de la casa era un status pero no necesariamente una liberación, salvo que se perteneciera a las capas más altas de la sociedad. En lo que al trabajo pagado se refiere, una mujer que tuviera que trabajar fuera de su casa estaba condenada a abandonar el cuidado de la suya, a no ser que la casa para la cual trabajaba terminara convirtiéndose en su hogar.

¿A qué pues se referían las mujeres cuando reivindicaban la posibilidad de trabajar “fuera de casa”?

En primer lugar al hecho de poder dedicarse a tareas que tuvieran que ver con el cerebro más que con la fuerza física, más con la responsabilidad intelectual que con la corporal.

En segundo lugar, con la posibilidad de ser dueñas de su dinero, de poder administrarlo y de invertirlo como lo consideraran adecuado.

En tercer lugar, la posibilidad de realizar contratos en su nombre sin contar con la aprobación de su padre, de su marido o de un tutor.

El feminismo moderno no quería saber nada de esto. Feminismo moderno era sinónimo de independencia económica y feminidad. Dinero y brillo social. Acompañado, claro, de frases del tipo “no dejes que te engañen”, “sé tú misma”, y todas esas cosas.

La independencia ecónomica suponía la libertad.

Libertad ¿para qué?

Si atendemos al mensaje del marketing: para consumir libremente.

Mi temor: que a la larga (no ya tan larga) el feminismo salga tan mal parado como la feminidad.

El colectivo MUJER, tan vencido como el individuo Mujer.

Y todo porque en estos momentos el feminismo ha abandonado los verdaderos problemas de las mujeres individuales para convertirse prioritariamente en un arma política y en un producto comercial y de difusión medial.

Intenten contestar a alguna de estas preguntas:

¿Quién es más feminista hoy en día? ¿La mujer que libre y voluntariamente decide dedicarse a cuidar a su marido, a sus hijos y a su hogar o la mujer que libre y voluntariamente renuncia a un marido, a unos hijos y a un hogar para dedicarse a su profesión, o la mujer que libre y voluntariamente decide compaginar (conciliar) (o al menos intentarlo) ambas posiciones?

¿Quién es más feminista? ¿La mujer que se decanta por un estilo conservador, con botón abrochado hasta el cuello  y falda larga hasta los tobillos, aunque la llamen “monja”, “puritana” o “ñoña”, o la mujer que decide llevar minifalda, tacón de aguja, escote hasta el obligo, a pesar de que la califiquen de “salida”, “puta”, “calienta pollas” y yo qué se qué más barbaridades, o la mujer que pretende pasar desapercibida vistiendo según etiqueta y momento?

¿Quién es más feminista? ¿La mjer que libre y voluntariamente aguanta carros y carretas para salvar su matrimonio por lo que ella en conciencia considera el bien de la familia, o la mujer que a la primera discusión coge las maletas y o bien se marcha ella, o expulsa al marido de casa?

¿Quién es más feminista? ¿La mujer que quiere tener hijos si Dios los manda y tantos como Dios mande, la mujer que no quiere que Dios le mande ningun paquete sorpresa, la mujer que únicamente desea recibir el paquete que ella previamente haya solicitado, venga como venga, o la mujer que exige el derecho a la devolución si le llega en estado defectuoso o sin haberlo pedido?

¿Quién es más feminista? ¿La mujer que tiene hijos propios, la que los adopta, las que los tiene por fecundación in vitro, las que los tiene por inseminación artificial o las que no los tiene en absoluto?

¿Quién es más feminista? ¿La mujer que decide tomar las riendas de la educación de sus hijos en sus manos, hasta llegar incluso a decantarse por la práctica del Schoolhome, o la mujer que al mes de haber dado a luz, busca una guardería para dejar a su hijo incluso los fines de semana, debido a imperativos de su trabajo?

¿Quién es más feminista? ¿La mujer que se queda en casa leyendo o la mujer que no se pierde un sarao? ¿La mujer que está dispuesta a encontrarse con sus amigas en algún restaurante porque no está dispuesta a perder tiempo cocinando, porque no le gusta, porque no sabe, porque no le apetece, o aquélla que es incapaz de reunirse en otro sitio que no sea en una casa privada ante una cena artesanal?

¿Quién es más feminista? ¿La mujer que se mete a monja o la que ejerce de puta? ¿La mujer que recibe un salario o la mujer que es dueña de un negocio?

¿Quién es más feminista? ¿La mujer que se acuesta con su jefe para subir puestos en la empresa y en la sociedad o la que deja su trabajo y su estatus social dando un portazo?

Las respuestas a estas preguntas generan disputas, guerras mediáticas, insultos a diestro y siniestro, conflictos internos en cada una de las mujeres que se ven obligadas a contestarlas, fisuras dentro del propio movimiento feminista y enfrentamientos entre las propias mujeres.

Para algunas de esas mujeres, el mero hecho de quedarse en casa –aunque sea libre y voluntariamente- es la expresión del sometimiento y manipulación del que ha sido víctima la mujer a lo largo de su educación. Para otras, el hecho de que la mujer desee libre y voluntariamente compatibilizar familia y profesión obedece más a la presión social, a la carencia de medios económicos o, justo al revés: al consumismo, que al deseo real de las féminas, que se ven obligadas a sufrir un constante estrés hasta llegar al agotamiento. Finalmente, el que una mujer decida libre y voluntariamente centrarse en su trabajo y no tener hijos implica para unos que la lucha feminista ha de seguir en ese sentido hacia delante, mientras que para otras la lucha feminista ha de continuar en el sentido contrario: a que la mujer no deba renuncia a la maternidad pese a su trabajo.

Cada una de esas respuestas pretende ser única y vencer a las otras propuestas. Lo que ninguna de esas respuestas parece dispuesta a aceptar es que cada una de esas mujeres ha tomado su decisión LIBRE Y VOLUNTARIAMENTE, por más que esa decisión libre y voluntaria no haya sido realmente libre y voluntaria, que es de lo que ellas están convencidas sino de que la hayan tomado inconscientemente en función de la educación recibida, de las presiones sociales, de la ambición personal.

¿Recuerdan cuando les preguntaba si acaso era menos pánico el pánico del hombre que se enfrentaba a un ejército de arañas ficticio que el pánico del que lo hacía ante un ejército de arañas real? ¿Recuerdan mi respuesta? “Quizás para el observador externo. Nunca para el que sufre el terror.”

Aquí sucede lo mismo ¿Acaso es menos libre y voluntaria la decisión del hombre que está convencido de que es dueño de su libre albedrío aunque inconscientemente no lo sea, pero ni siquiera considera la posibilidad que no lo sea inconscientemente porque está convencido de que su inconsciente también está decidiendo libremente (aunque no sea así), que el que la toma realmente libre consciente e inconscientemente?

Mi respuesta: quizás para el observador externo esto sea relevante. Para el que decide, desde luego que no.

Busquen a Moriarty.

























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