Elucubraciones de una mujer delante del café matutino
Colectividad e
individualismo en las justas causas
“El sufrimiento
no se incrementa con el número: un solo cuerpo puede contener todo el
sufrimiento que el mundo puede sentir.” Graham Green. “Un americano tranquilo”
(1)
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A los 52 años la otrora
jovencita ingenua e idealista, alma gemela de Alicia, - aquella que visitó y
regresó del Pais de las Maravillas, esa que atravesó el espejo -, se sienta en
su sillón favorito . Con el corazón todavía animoso al tiempo que demasiado
fatigada para dar un paseo, la Alicia de 52 años decide plasmar en una hoja de papel las reflexiones
que en ese instante la ocupan. Es su derecho. También es su obligación. No es
su intención editar un panfleto ni proclamar un manifiesto. Se trata de un acto
personal, libre e intransferible. A sus espaldas, la Alicia de 52 años escucha
el grito aquel de “¡Que le corten la cabeza!”.
Tal vez ese sea el motivo
por el que la Alicia de 52 años se
acaricie el cuello antes de comenzar a escribir: para cerciorarse de que
todavía lo tiene en su sitio.
Tengo 52 años. Esa edad en la que una ha de disciplinarse para mirar al
futuro a fin de poder seguir caminando, en vez de aferrarse a las injusticias
de las que ha sido objeto a lo largo de su vida y que entrañan el peligro de
convertirnos en estatuas de sal.
Tengo 52 años. Esa edad en la que uno ya no tiene ni fuerzas ni ganas de
declararse inocente de todas y cada unas de las acusaciones falsas que se le
imputan y prefiere dejar correr al tiempo a ver si es verdad lo que dicen de
él: que termina poniendo a cada uno en su sitio. 52 años. La edad en la que se
descubre con horror que al final del camino, de nuestro camino, se abren los
abismos infernales y que es a nuestra
ingenuidad y a nuestro idealismo a los que les debemos tal infortunado
resultado.
Y no obstante, y pese a todo, estamos satisfechos –casi orgullosos- de
haber sido ingenuos, de haber sido idealistas, por lo mucho que nos hemos
divertido, por los muchos otros abismos de los que nos han apartado e incluso
liberado. Y por eso, en nuestro empeño en seguir siéndo lo que
siempre hemos sido, o tal vez en honor simplemente a lo que un día fuimos y ya
no somos, queremos ver en esos abismos infernales algo de majestuoso, algo de
belleza –aunque sea diabólica-, algo de humor –aunque sea el de los
irreverentes dioses del Olimpo-, algo de ironía –aunque sea la del destino.
Esta actitud es la que me lleva ahora a escribir sobre el tema. No desde la
ingenuidad y el idealismo de los veinte años – y no se pueden ustedes ni
imaginar lo ingenua e idealista que puede llegar a ser una jovencita que ha
leído mucho y vivido poco en la vida real porque lo que ha vivido lo ha vivido
siempre en sueños, en espacios imaginarios, mucho más divertidos e interesantes
que los reales, aletargados por la apatía del ambiente; apatía que, debo decir,
se ha ido expandiendo hasta llegar a invadir los espacios ficticios de la
literatura e incluso del cine, de modo y manera que uno ya no sabe dónde puede
encontrar un lugar en el que poder respirar y así las Alicias y los Proust de
este mundo van buscando como desesperados un lugar tranquilo en el que poder
refugiarse del mundanal ruido y disfrutar de su mundo mágico, de emociones que
sólo a ellos les pertenecen, por más que esto les condene a ser tildados de
egoístas pero que les libra de tomar remedios contra la ansiedad, y observan
con una cierta melancolía no exenta de envidia, cómo los fumadores salen al
balcón a saborear con deleite el cigarrillo que se les prohibe en el salón,
porque a las Alicias y Proust de este mundo también les gustaría disponer de
ese balcón del que ni siquiera disponen – pero tampoco desde la aspereza y
amargura del que ya ha vivido todo y no espera nada. Escribo y lo que escribo
es la reflexión que surge del que, como yo se encuentra ante el abismo infernal
en el que no quiere caer pero al que tampoco puede ignorar por más tiempo. Si
ese abismo infernal es ficticio o no, poco importa. A los 52 años uno tampoco
espera que ningún terapeuta le venga a sacar del error. Ni siquiera lo busca. Y
si lo encuentra, piensa en las Crónicas Marcianas de Bradbury, a falta de
conocer alguno de carne y hueso.
Reflexiones de una mujer de 52 años
Y de repente parecía como si todo, nuevamente, fuera a cambiar. De golpe.
De golpe pero no súbitamente, no sin previa preparación. Igual que el maremoto
que aplasta la playa sólo y sólo después de haberse originado casi por
casualidad, tal vez a causa del dulce aleteo de una mariposa, y finalmente,
tras unos instantes de duda se decide a portar en su discreta e inadvertida
marcha a lo largo de silenciosos kilómetros del océano, lenta pero imparable,
la rabia y la cólera de un Poseidón arrebatado del sueño en el que estaba
sumido por aquella pequeña mariposa – no se sabe si inocente o traviesa- y que
conforme se acercan a su destino, lejos de decrecer, aumentan.
Y esto pese a los satélites, a las cámaras de vigilancia, a los radares,
sonares, ondas, a la digitalidad del mundo...
Sí. Es cierto. Un Maremoto es un repentino destructor, - un “destroyer”
como ahora le llaman algunos - pero, paradójicamente, “repentino” no es
sinónimo de “instántaneo.”
Esto es lo que parecíamos estar viviendo: una época de constantes maremotos
emocionales; uno tras otro y a continuación el siguiente. Ya no podía ni
precisar cuántos había sobrevivido. Había perdido la cuenta. Tampoco podía
determinar a ciencia cierta a cuántos más podría hacer frente. Ni siquiera podía
asegurar con certeza que fuera a salir airosa (“airosa”, ni siquiera me atrevo
a escribir “victoriosa”) del próximo. Ni tan siquiera de éste, en el que ahora
nos hallábamos inmersos.
Sí. Un maremoto era el calificativo más adecuado que yo había encontrado para
definir al movimiento feminista de estas últimas semanas y que había terminado
por convertirse más en un fenómeno de masas, un nuevo tema de conversación y
discusión en las diferentes tabernas de Fuenteovejuna del que los periódicos,
los medios de comunicación y vendedores varios sabían obtener buen provecho (no
me atrevo a escribir “buena tajada” por aquello de la corrección política y de
guardar las formas) y que ocultaba –más de lo que muchos estaban dispuestos a
admitir, a considerar incluso,- más una lucha de intereses políticos que una
cuestión de los derechos de los mujeres aunque no dejara de hablarse de los
derechos (lesionados, vejados, asesinados) de las mujeres. A la Energía Errante, que tal revuelo se hubiera originado justo durante la época presidencial de
Trump le hubiera parecido una simple casualidad si no hubiera sido por la
cantidad de manifestaciones feministas que se habían convocado a protestar
contra Trump en el mismo instante en que este ganó las elecciones.
Y ahí, justamente ahí, empezaban todos mis problemas. Problemas que
seguramente nadie más que yo discernía pero ¡qué quieren que les diga! El hecho
de que los demás no puedan ver un fantasma no significa que el fantasma no
exista, al menos para aquél que lo ve. ¿Acaso es menos pánico el pánico del
hombre que se enfrenta a un ejército de arañas ficticio que el pánico del que
lo hace ante un ejército de arañas real? Quizás para el observador externo.
Nunca para el que sufre el terror.
Y a mí, no lo negaré, los últimos movimientos feministas me habían
asombrado. Teniendo en cuenta lo proclive que soy al asombro, esto no
impresiona gran cosa a mis conocidos. En cambio a mí me sigue asombrando mi
asombro cada vez que lo padezco. En lo que al feminismo se refiere, el hecho de que se tratara de un fenómeno de
masas, sumado al innegable hecho de haberse convertido en una nueva fuente de
ingresos y sobre todo y principalmente, en una cuestión política y bien
política hasta llegar a alcanzar unos tintes preocupantes, - esos que adquieren
un discurso que parece afirmar: “el que no está conmigo, está contra mí”, como
si se tratara de un monolito-fortaleza inexpugnable en el que no tiene cabida
nadie que piense de manera distinta y en el que incluso las variaciones sobre
el mismo tema son vistas con desconfianza, hasta el punto de que, en general,
ninguno de los allí presentes se siente proclive a admitirlas, lo que determina
que pocos estén dispuestos a hacer una reflexión sincera y juiciosa del tema,
que la mayoría prefiera adherirse de manera automática, negando que esta
adhesión sea de manera automática y negando también que sea para evitar meterse
en líos, y únicamente los valientes, se determinen a guardar silencio en la
esperanza de que cuaje aquello de “el que calla otorga” y los dejen en paz,- me había dejado desde el primer instante
paralizada y atónita, con la boca abierta. En este sentido poco importaba que
los demás anduvieran de aquí para allá, sumergidos en una actividad inconstante
e imparable. Frecuentemente, cuando una catástrofe parece cernirse sobre el
grupo sin que se sepa a ciencia cierta de qué se trata, algunos se dedican a
seguir al grupo: “¿Dónde vas Vicente? Donde va la gente”; otros gritan de
miedo; otros amenazan con las llamas del infierno o rezan y otros juegan al “Sálvese
quien pueda”, en esencia el mismo juego de “Tonto el último” y que no tiene
nada que ver con el obsoleto “Mujeres y Niños, primero”. Obsoleto por aquello
de la igualdad pero sobre todo del malthusianismo. Sólo unos pocos se quedan
quietos, embobados, ajenos a toda aquella algarabía descontrolada, intentando
averiguar algo aparentemente tan sencillo como saber qué (diantres) pasa.
Incluso cuando al fin se enteran de que es un meteorito lo que se aproxima a
velocidades inusitadas y que en los próximos minutos caerá muy posiblemente
sobre sus cabezas, permanecen donde estaban, petrificados; no tanto por el
miedo, como algunos equivocadamente creen, como por la extrañeza que les causa
el hecho de que un meteorito vaya a caer y además encima de sus cabezas y que
les lleva a divagar acerca de las razones, las causas y los motivos de aquel
curioso fenómeno...
Yo, sin enorgullecerme de ello, más bien lamentándolo mucho, pertenezco a
este último grupo.
Lo más posible, pese a todo, es que el meteorito no llegue a aplastarnos
nunca la cabeza. Lo habitual es que en el último instante aparezca algún bestia
que nos libre in extremi de tan trágico destino. Digo “bestia” porque las
bestias son las únicas que, siendo amantes de la vida como son, hasta el punto
de que no les importa asesinar a aquél que se les ponga por delante, son
también las únicas capaces de realizar los grandes gestos de heroicidad que
salvan a la humanidad de su desaparición, al menos a los de mi especie.
¿Escribo mucho? Qué importa. Hoy en día nadie lee mucho. Así que escribir
mucho se ha convertido en la estrategia más eficaz para ser ignorado y de este
modo poder pensar en paz, sin ser interrumpido ni asaltado por los latosos que
no escriben nada propio, no piensan nada propio, pero se dedican a cuestionar
todas y cada una de las palabras que los otros escriben y piensan desde el
absoluto convencimiento de que por alzarse en juez condenador ya han escrito y
pensado todo lo que tenían que pensar y escribir y por tanto no necesitan leer
(en diagonal) y escribir (en argot troll) otra cosa que no sean condenas y
recriminaciones a aquello que los demás piensan y escriben. “Tu estupidez: mi
inteligencia” es su lema, ignorando con ello que demostrar la estupidez del
otro no les exonera de la estupidez, porque si fueran inteligentes se
dedicarían a ejercitar su inteligencia en vez de ir buscando a quien negársela.
Hay algo peor todavía: que el hombre que piensa, que realmente piensa,
piensa en individual y en solitario. Tal vez encuentre a alguien con quien
compartir pensamientos, pensamientos ya pensados, pero pensar en equipo es
complicado, por no decir imposible. La técnica del Brainstorm, no es pensar en
equipo. Son pensamientos, ocurrencias individuales y diferentes que se anotan.
Pero nuevamente: la reflexión sobre lo escrito únicamente puede ser
individualmente confeccionada por mucho que esta sea expuesta al grupo. El
Brainstorm sólo puede utilizarse en unas condiciones de libertad absoluta, sin
correcciones políticas, sin prejuicios, sin animadversiones personales que
lleven a negar las buenas propuestas, sin jerarquías. En fin, en raras, muy
raras, desesperadas, ocasiones.
El hombre que piensa, piensa en individual.
Lo que en estos momentos más me preocupa es que la persona mujer, el individuo
mujer, se esté transformando en el colectivo mujer.
Hace muchos años, en mi entrada “Las Cartas Persas”, de Montesquieu, yo criticaba a todas aquellas “it girls”, tan
de moda en ese tiempo. Las criticaba porque eran clones, sencillamente clones,
las unas de las otras. Ya entonces reconcí, sin embargo, que algunas de esas
“it girls” sabían sacar provecho económico del asunto. En efecto, no fueron
pocoas las avispadas mujeres que acumularon grandes sumas de dinero haciéndose
pasar por “it girls”, mientras la mayoría de sus congéneres se contentaba
consumiendo la ropa, el maquillaje y el ocio que las emprendedoras ponían de
moda. Dicho fenómeno originó dos corrientes. Mientras unas mujeres, las de
negocios, cambiaron el nombre de “it girl” por el de “influencer”, las
consumidoras no dudaron en competir sin cuartel para conseguir el título de “la
famosa de...”.
En aquel tiempo mis ideas no estaban tan elaboradas. Sentía terror a que la
mujer quedara anclada en el parecer común, en el aparentar uniformizado y se
olvidara de su cerebro: individual y – por lo menos hasta el momento-
intransferible. Me alarmaba el ingente dinero que algunas de ellas estaban
dispuestas a gastar para satisfacer las fantasías y modas sexuales del momento:
las grandes tetas, por ejemplo. Me resultaba prácticamente imposible creer lo
que esas mujeres con tanta convicción afirmaban: que la razón no eran sus
productores, sus agentes artísticos, sus maridos, sus novios...; que lo hacían
por ellas mismas, para sentirse bien consigo mismas, para gustarse cuando se
miraban en el espejo, porque eran libres de hacer con su cuerpo lo que
quisieran. Ocultando sin embargo, lo incómodos que resultan unos senos
desproporcionadamente grandes y lo necesario, casi imprescindible que resultan
los sujetadores para sostener, como su propio nombre indica, los músculos y
evitar mayores molestias. En aquel momento fueron muy pocas mujeres las que
denunciaron la sexualización en la que estaban cayendo las mujeres, en lo
peligroso que resultaban las operaciones de estética. Tampoco hizo falta: a la
sexualización de la mujer le siguió la sexualización del hombre. Los concursos
de Misses se alternaron con los concursos de Mister.
What´s the problem?
No problem.
Everybody is happy.
Me parecía absurdo que chicas jóvenes e inteligentes dedicaran todos sus
esfuerzos a triunfar en sociedad a base de consumir en masa todo lo que para
ella se estaba produciendo y marketizando: productos típicamente femeninos. Y
esto incluso en lo que en el terreno de la cultura. Mientras por un lado se la
animaba a dejar el terreno de las humanidades, por inservible, se creaba para
ella una literatura genuinamente femenina. Mientras por un lado se le repetía
constantemente que su inteligencia era superior a la masculina, se le animaba
por otro a utilizar esta inteligencia comprando el mejor bolso, descubriendo el
mejor punto de ventas, o simplemente venciendo a la competencia. Mi miedo
ancestral se despertó y me ví obligada a advertir de los peligros de tales
reclamos publicitarios: seguirlos podía llevarnos nuevamente al harén o al
convento. Clamé porque se presentaran a las inexpertas jóvenes modelos de mujer
a seguir. Nombré a Madame Curie. ¿Y qué se obtuvo? Una película de Madame
Curie. El trailer prefirió centrarse en el arrebatado segundo premio Nobel a
causa de un affaire amoroso, que en el febril trabajo que llevó a cabo toda su
vida.
De repente comprobaba asombrada que la mujer colectiva no había progresado
tanto como afirmaba.
Se le decía a la mujer que adquirir tales productos no era faltar al
feminismo sino seguir siendo femenina. Se le repetía que el verdadero feminismo
no se basaba en renunciar a los productos genuinamente pensados para las
mujeres o a la sexualización de la mujer. Eso, se decía una y otra vez, era
confundir feminismo con puritanismo.
Se declaró que una mujer feminista moderna era aquella mujer que ganaba
dinero y que se negaba a renunciar a la feminidad, que entrañaba sexo, belleza,
glamour, etc.
El feminismo moderno bebía de Virginia Woolf mientras despreciaba e
ignoraba los modelos presentados por las hermanas Brönte, más cercanos a la
realidad de la mujer aunque también, todo hay que decirlo, menos sofisticados y
por tanto más aburridos para los brillantes tiempos actuales. La mujer de
Virginia Woolf era una mujer social y sociable. Nada que ver con las mujeres de
las hermanas Brönte que aunque habían adquirido una aceptable educación y
formación intelectual, no eran bonitas ni brillaban en sociedad. Por otra
parte, la mayoría de ellas trabajaba como institutriz. Ello no les suministraba
más que lo imprescindible para vivir, sin poder adquirir bellos vestidos o
bellos adornos. E incluso cuando pueden disponer de ellos, como en Cumbres
Borrascosas, tal vida inactiva y lujosa sólo trae desgracias si no va
acompañada del verdadero amor. En definitiva: las mujeres de las hermanas
Brönte veían pasar la vida por delante de sus narices sin realmente vivirla.
Habían crecido en soledad y la soledad había terminado por convertirse en su
inseparable compañera. La soledad y la virtud del pobre.
No nos engañemos: la posibilidad de trabajar fuera de casa que las
generaciones anteriores de mujeres habían reivindicados no se refería a la
posibilidad sin más de trabajar fuera de casa. Muchas mujeres desde los tiempos
más inmemoriables se habían visto obligadas a trabajar en los oficios más
diversos: desde cocinera hasta lavandera, pasando por mesonera, agricultora,
nodriza, vendedora e institutriz. La mayoría de ellos exigía una considerable
fuerza física, la necesaria por ejemplo, para amasar el pan o hacer la colada
en tiempos en los que la máquina de lavar era un sueño aún lejano.
“Llevar el peso de las tareas del hogar” no escondía ningún eufemismo.
Describía perfectamente la realidad. La marcha del hogar requería de muchas
manos. Ser la dueña de la casa era un status pero no necesariamente una
liberación, salvo que se perteneciera a las capas más altas de la sociedad. En
lo que al trabajo pagado se refiere, una mujer que tuviera que trabajar fuera
de su casa estaba condenada a abandonar el cuidado de la suya, a no ser que la casa
para la cual trabajaba terminara convirtiéndose en su hogar.
¿A qué pues se referían las mujeres cuando reivindicaban la posibilidad de
trabajar “fuera de casa”?
En primer lugar al hecho de poder dedicarse a tareas que tuvieran que ver
con el cerebro más que con la fuerza física, más con la responsabilidad
intelectual que con la corporal.
En segundo lugar, con la posibilidad de ser dueñas de su dinero, de poder
administrarlo y de invertirlo como lo consideraran adecuado.
En tercer lugar, la posibilidad de realizar contratos en su nombre sin
contar con la aprobación de su padre, de su marido o de un tutor.
El feminismo moderno no quería saber nada de esto. Feminismo moderno era
sinónimo de independencia económica y feminidad. Dinero y brillo social. Acompañado,
claro, de frases del tipo “no dejes que te engañen”, “sé tú misma”, y todas
esas cosas.
La independencia ecónomica suponía la libertad.
Libertad ¿para qué?
Si atendemos al mensaje del marketing: para consumir libremente.
Mi temor: que a la larga (no ya tan larga) el feminismo salga tan mal
parado como la feminidad.
El colectivo MUJER, tan vencido como el individuo Mujer.
Y todo porque en estos momentos el feminismo ha abandonado los verdaderos
problemas de las mujeres individuales para convertirse prioritariamente en un
arma política y en un producto comercial y de difusión medial.
Intenten contestar a alguna de estas preguntas:
¿Quién es más feminista hoy en día? ¿La mujer que libre y voluntariamente
decide dedicarse a cuidar a su marido, a sus hijos y a su hogar o la mujer que
libre y voluntariamente renuncia a un marido, a unos hijos y a un hogar para
dedicarse a su profesión, o la mujer que libre y voluntariamente decide
compaginar (conciliar) (o al menos intentarlo) ambas posiciones?
¿Quién es más feminista? ¿La mujer que se decanta por un estilo
conservador, con botón abrochado hasta el cuello y falda larga hasta los tobillos, aunque la
llamen “monja”, “puritana” o “ñoña”, o la mujer que decide llevar minifalda,
tacón de aguja, escote hasta el obligo, a pesar de que la califiquen de
“salida”, “puta”, “calienta pollas” y yo qué se qué más barbaridades, o la
mujer que pretende pasar desapercibida vistiendo según etiqueta y momento?
¿Quién es más feminista? ¿La mjer que libre y voluntariamente aguanta
carros y carretas para salvar su matrimonio por lo que ella en conciencia
considera el bien de la familia, o la mujer que a la primera discusión coge las
maletas y o bien se marcha ella, o expulsa al marido de casa?
¿Quién es más feminista? ¿La mujer que quiere tener hijos si Dios los manda
y tantos como Dios mande, la mujer que no quiere que Dios le mande ningun
paquete sorpresa, la mujer que únicamente desea recibir el paquete que ella
previamente haya solicitado, venga como venga, o la mujer que exige el derecho
a la devolución si le llega en estado defectuoso o sin haberlo pedido?
¿Quién es más feminista? ¿La mujer que tiene hijos propios, la que los
adopta, las que los tiene por fecundación in vitro, las que los tiene por
inseminación artificial o las que no los tiene en absoluto?
¿Quién es más feminista? ¿La mujer que decide tomar las riendas de la
educación de sus hijos en sus manos, hasta llegar incluso a decantarse por la
práctica del Schoolhome, o la mujer que al mes de haber dado a luz, busca una
guardería para dejar a su hijo incluso los fines de semana, debido a
imperativos de su trabajo?
¿Quién es más feminista? ¿La mujer que se queda en casa leyendo o la mujer
que no se pierde un sarao? ¿La mujer que está dispuesta a encontrarse con sus amigas
en algún restaurante porque no está dispuesta a perder tiempo cocinando, porque
no le gusta, porque no sabe, porque no le apetece, o aquélla que es incapaz de
reunirse en otro sitio que no sea en una casa privada ante una cena artesanal?
¿Quién es más feminista? ¿La mujer que se mete a monja o la que ejerce de
puta? ¿La mujer que recibe un salario o la mujer que es dueña de un negocio?
¿Quién es más feminista? ¿La mujer que se acuesta con su jefe para subir
puestos en la empresa y en la sociedad o la que deja su trabajo y su estatus
social dando un portazo?
Las respuestas a estas preguntas generan disputas, guerras mediáticas,
insultos a diestro y siniestro, conflictos internos en cada una de las mujeres
que se ven obligadas a contestarlas, fisuras dentro del propio movimiento
feminista y enfrentamientos entre las propias mujeres.
Para algunas de esas mujeres, el mero hecho de quedarse en casa –aunque sea
libre y voluntariamente- es la expresión del sometimiento y manipulación del
que ha sido víctima la mujer a lo largo de su educación. Para otras, el hecho
de que la mujer desee libre y voluntariamente compatibilizar familia y
profesión obedece más a la presión social, a la carencia de medios económicos
o, justo al revés: al consumismo, que al deseo real de las féminas, que se ven
obligadas a sufrir un constante estrés hasta llegar al agotamiento. Finalmente,
el que una mujer decida libre y voluntariamente centrarse en su trabajo y no
tener hijos implica para unos que la lucha feminista ha de seguir en ese
sentido hacia delante, mientras que para otras la lucha feminista ha de
continuar en el sentido contrario: a que la mujer no deba renuncia a la
maternidad pese a su trabajo.
Cada una de esas respuestas pretende ser única y vencer a las otras
propuestas. Lo que ninguna de esas respuestas parece dispuesta a aceptar es que
cada una de esas mujeres ha tomado su decisión LIBRE Y VOLUNTARIAMENTE, por más
que esa decisión libre y voluntaria no haya sido realmente libre y voluntaria,
que es de lo que ellas están convencidas sino de que la hayan tomado
inconscientemente en función de la educación recibida, de las presiones
sociales, de la ambición personal.
¿Recuerdan cuando les preguntaba si acaso era menos pánico el pánico del
hombre que se enfrentaba a un ejército de arañas ficticio que el pánico del que
lo hacía ante un ejército de arañas real? ¿Recuerdan mi respuesta? “Quizás para
el observador externo. Nunca para el que sufre el terror.”
Aquí sucede lo mismo ¿Acaso es menos libre y voluntaria la decisión del
hombre que está convencido de que es dueño de su libre albedrío aunque
inconscientemente no lo sea, pero ni siquiera considera la posibilidad que no
lo sea inconscientemente porque está convencido de que su inconsciente también
está decidiendo libremente (aunque no sea así), que el que la toma realmente
libre consciente e inconscientemente?
Mi respuesta: quizás para el observador externo esto sea relevante. Para el
que decide, desde luego que no.
Busquen a Moriarty.
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